El baño diario, una conquista de la Ilustración
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En el siglo XVIII, la gente se lavaba poco y lo hacía en
seco, evitando el uso del agua. Ello se explica en buena parte por la creencia,
muy extendida, según la cual la salud del cuerpo y del alma dependía del
equilibrio entre los cuatro humores que se suponía que integraban el cuerpo:
sangre, pituita, bilis amarilla y atrabilis. Los malos humores se evacuaban
mediante procesos naturales como las hemorragias, los vómitos ola
transpiración, y cuando éstos no funcionaban se recurría a purgas o sangrías
efectuadas por los médicos. Lógicamente, la introducción de un quinto elemento
extraño, como el agua, se observaba con recelo.
Esta desconfianza no era nueva. Desde la segunda mitad del
siglo XIV los médicos habían empezado a desaconsejar los baños calientes por
considerar que el agua podía facilitar el contagio dela peste. Como el calor
abre los poros, se creía que así se introducían miasmas en el organismo que
desequilibraban su funcionamiento. Los miasmas, en la mentalidad de la época,
eran efluvios malignos producidos por cuerpos corruptos o aguas estancadas.
Alergia al agua
Este temor al agua culminó en el siglo XVII, incluso en las
clases más altas de la sociedad: aunque Luis XIV no tenía problemas para nadar,
sí evitaba usar demasiada agua para lavarse. En el interior de las casas nobles
o burguesas existían bañeras, pero se aconsejaba no utilizarlas demasiado, y
sobre todo no permanecer en ellas durante mucho tiempo. El agua se rechazaba
hasta tal punto que antes de la Revolución Francesa París sólo contaba con
nueve casas de baños, es decir, tres veces menos que a finales del siglo XIII.
EI miedo a los miasmas se convirtió en una auténtica
obsesión. Para garantizar la salud había que hacer circular el aire —igual que
los filósofos y los economistas ilustrados predicaban las virtudes de la
circulación de personas, bienes o ideas—. Por tanto, debían evitarse los
vapores de agua y la condensación, sobre todo en los espacios cerrados.
Del mismo modo, como se consideraba que los malos olores
eran indicativos de la presencia de aire viciado, una norma básica de higiene
consistía en perfumar el aire. Como en el caso de las sangrías, se creía que
los olores agradables limpiaban de los miasmas los órganos y la sangre. En
cambio, la suciedad no suponía un riesgo para la salud: al contrario, se
consideraba que servía para proteger la piel, del mismo modo que las pulgas o
los piojos.
Otras causas, menos médicas, explican también la
desconfianza imperante respecto al agua. A partir de la Contrarreforma de los
siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la
moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población.
El clero quiso proscribir los baños públicos —denominados «baños romanos»— por
el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. Además, incluso en
un ámbito privado, se consideraba que la exploración del cuerpo era censurable,
sobre todo la de las partes genitales, corno le contaba un padre a su hijo
antes de ir de viaje: “No toques Las partes de tu cuerpo que la honestidad te
prohíbe mostrar, salvo en caso de extrema necesidad, e indirectamente”.
Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran
rápidas, muy selectivas y se realizaban en seco, o casi. Había que lavarse sin
debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba
hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban
y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor
importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, la boca y la
parte posterior de las orejas, así como los pies.
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